Del concepto de proceso (y procedimiento) al proceso justo (llamado también debido proceso)

Reynaldo Bustamante Alarcón > Caritas, Veritas, Iustitia > Miscelánea > Del concepto de proceso (y procedimiento) al proceso justo (llamado también debido proceso)

Los derechos fundamentales y el ordenamiento jurídico en su conjunto no serían más que simples expresiones formales si no tuviesen una vigencia efectiva en la realidad, es decir, si no lograsen su realización plena o si frente a cualquier amenaza o vulneración de la que fueren objeto no existiese un mecanismo adecuado para tutelarlos y protegerlos. También resulta evidente que la supervivencia justa y pacífica de la comunidad humana se encontraría severamente amenazada si no existiese un mecanismo eficaz de solución y prevención de conflictos que no solo proscribiera el ejercicio ilegítimo de la acción directa, es decir, la justicia por la propia mano, sino que, además, hiciera remoto y hasta imposible el retorno a épocas primitivas en las que se defendía un derecho o se imponía un interés mediante el uso exclusivo de la fuerza.

Ese mecanismo protector de los derechos fundamentales y del ordenamiento jurídico en su conjunto no es otro que el proceso. De manera muy general podemos decir que el proceso es aquel mecanismo de composición o prevención de conflictos por medio del cual las partes en disputa someten su pretensión o sus intereses contrapuestos a la decisión de un tercero. Si este tercero es un órgano jurisdiccional estaremos ante un proceso propiamente dicho (interno o internacional), y si no lo es, ante un simple procedimiento (administrativo, arbitral, militar, e incluso político o particular).

Decimos que se trata de una aproximación muy general porque el proceso es mucho más que esa etapa postulatoria y aquella decisoria (en la primera las partes formulan sus pretensiones o sus defensas, y en la segunda el tercero las resuelve) pues entre una y otra, y aún después de esta última, se producen una serie de actos procesales generalmente de naturaleza dialéctica. Además, cabe destacar que la doctrina no es unánime en el uso de las categorías proceso y procedimiento. Hay quienes encuentran diferencia entre ellas, quienes les dan una acepción distinta, y quienes usan indistintamente ambos conceptos sin plantearse el tema de su diferencia. Para nosotros solo en un proceso se ejerce función jurisdiccional. Allí donde no se ejerza jurisdicción no habrá proceso, sino simple procedimiento (de carácter administrativo, militar, arbitral, político o particular, siendo un ejemplo del penúltimo el llamado antejuicio político).

En ese sentido, definimos al proceso como aquel conjunto dialéctico, dinámico y temporal de actos procesales donde el Estado y ciertos órganos internacionales –en los temas que son de su competencia– ejercen función jurisdiccional. En el caso del Estado, el ejercicio de esta función tendrá por finalidad solucionar o prevenir un conflicto de intereses, levantar una incertidumbre jurídica, vigilar la constitucionalidad normativa o controlar conductas antisociales (delitos o faltas); mientras que en el caso de los órganos internacionales el ejercicio de su función jurisdiccional casi siempre tendrá por finalidad tutelar la vigencia real o efectiva de los derechos humanos (vigilando que no sean vulnerados o amenazados) o el respeto de las obligaciones internacionales.

En lo que respecta al procedimiento, entendemos por este al conjunto de normas o reglas que regulan la actividad, participación, facultades y deberes de los sujetos procesales, así como la forma de los actos procesales; de tal suerte que bien puede existir procedimiento sin proceso, pero no proceso sin procedimiento.

Resulta importante destacar que el proceso, como también el procedimiento, son instrumentos al servicio del ser humano para alcanzar la paz social en justicia. Sin embargo, debemos advertir que allí donde el proceso, o el procedimiento,  no sean más que una mera sucesión de actos formales sin ninguna razonabilidad, donde la imparcialidad e independencia del juzgador sean una farsa, donde el sentido humano y social del proceso se haya perdido o nunca haya estado presente, donde no se tome en cuenta una escala de valores que lo comprometa con el bienestar del ser humano, la realidad en la que se desenvuelve y sobre todo con su transformación, donde la justicia que se brinde no sea efectiva y oportuna, o cuando la decisión tomada por el juzgador sea injusta, la finalidad del proceso, y del procedimiento, de alcanzar la paz social en justicia estaría siendo burlada, dándose las condiciones para retornar al ejercicio ilegítimo de la acción directa con el consiguiente peligro para la supervivencia justa y pacífica de la comunidad humana.

Sostenemos pues que, para garantizar la vigencia efectiva de la dignidad del ser humano, de los valores superiores, de los derechos fundamentales y del ordenamiento jurídico en su conjunto –en suma, de la paz social en justicia– resulta necesario reconocer y garantizar los derechos que conforman lo que comúnmente denominamos debido proceso. Pero, al mismo tiempo, es necesario reivindicar su calidad de derecho fundamental –con todas las consecuencias que se derivan de ello– y rescatar aquella concepción que lo vincula a la satisfacción de un ideal de justicia y nos permite hablar del derecho fundamental a un proceso justo: más humano, más solidario, más comprometido con la realidad donde se desarrolla, y sobre todo con su transformación, especialmente con los valores superiores del ordenamiento jurídico político, entre ellos y principalmente con la justicia.

Por lo tanto, más allá de que la locución proceso justo contiene una precisión lingüística que refleja su real contenido, no tendríamos mayor inconveniente en seguir denominándolo debido proceso o, si se prefiere, en llamarlo debido proceso justo, si se pone de manifiesto la exigencia –es decir, la obligatoriedad– de que el acceso, el inicio, el desarrollo y la conclusión de todo proceso o procedimiento, así como las decisiones que en ellos se emitan serán objetiva y materialmente justas.