El desarrollo alcanzado en la doctrina y jurisprudencia sobre la materia ha hecho que el debido proceso cuente con dos manifestaciones, una sustancial y otra procesal. Se habla así –con propósitos exclusivamente metodológicos– de un “debido proceso sustantivo o sustancial” y de un “debido proceso adjetivo o procesal”, aunque se tratan de dos manifestaciones de un mismo derecho.
La faz procesal del debido proceso, llamada también debido proceso adjetivo, formal o procesal, está comprendida por los elementos procesales mínimos que resultan imprescindibles para que un determinado proceso sea considerado justo. Esta dimensión procesal comprende una serie de elementos que pueden ser agrupados bajo el “derecho al proceso” y el “derecho en el proceso”.
Conforme al derecho al proceso todo sujeto debe tener la posibilidad de acceder a un proceso con la finalidad de que el órgano competente se pronuncie sobre su pretensión y le brinde una tutela efectiva y diferenciada. Por efectividad en la tutela nos referimos al derecho que tiene todo sujeto a que el órgano competente, encargado de pronunciarse sobre su pretensión, dicte oportunamente las medidas necesarias para asegurar la eficacia o ejecución de las decisiones que se emitan y lograr que estas se cumplan (por ejemplo, dictando medidas cautelares, medidas conminatorias, etc.). Y por tutela diferenciada nos referimos al derecho que tiene todo sujeto a que dicho órgano le brinde una tutela que resulte adecuada para solucionar o prevenir en forma real y oportuna los diferentes tipos de conflictos o incertidumbres jurídicas que se sometan a su conocimiento (por ejemplo, a través del dictado de medidas anticipadas, de las denominadas medidas autosatisfactivas, etc.). Por lo tanto, el derecho al proceso no se agota en la simple posibilidad de acceder a un proceso cualquiera, sino que su contenido exige que dicho proceso sea justo, para lo cual la tutela que se brinde a través de él debe ser efectiva y diferenciada. Como consecuencia de ello, el contenido de este derecho exige también que se eliminen y/o prohíban las barreras y las formalidades irrazonables que obstaculizan el acceso a un proceso. Adicionalmente, exige que ningún sujeto de derecho sea afectado o sancionado si antes no se inició y tramitó el proceso correspondiente, garantizándose su intervención o participación; por ello implica también que ningún sujeto de derecho puede ser sorprendido o afectado con los resultados de un proceso que no conoció o que no estuvo en aptitud de conocer.
En virtud al derecho en el proceso, todo sujeto de derecho que participe en un proceso cuenta con un conjunto de derechos esenciales durante su inicio, tramitación, conclusión y ejecución, entre los cuales se encuentran: el derecho de contradicción o de defensa, que incluye el derecho a disponer del tiempo adecuado para preparar la defensa; el derecho a ser juzgado por el juez natural y a no ser desviado del procedimiento legalmente prestablecido; el derecho a la publicidad del proceso; el derecho a que las resoluciones se encuentren adecuadamente motivadas (es decir, conforme a la lógica, al Derecho y a las circunstancias fácticas de la causa); el derecho a ser asistido y defendido por un abogado técnicamente capacitado; el derecho a ser informado sin demora, en forma detallada y en un idioma que comprenda la persona, de la naturaleza y causas de la acusación formulada contra ella; el derecho a impugnar; el derecho a probar o a producir prueba; el derecho a que las decisiones se emitan en un plazo razonable y a que el proceso se desarrolle sin dilaciones indebidas; y el derecho a que se asegure la eficacia o ejecución de las decisiones que se emitan o que hayan sido emitidas, y a que se dicten las medidas necesarias para que éstas se cumplan (por ejemplo, a través del dictado de medidas cautelares o de medidas conminatorias, según sea el caso).
La faz sustancial o material del debido proceso, llamada también debido proceso sustantivo, sustancial o material, ha sido desarrollada como un patrón o módulo de justicia para determinar lo axiológica y constitucionalmente válido del actuar de la autoridad; es decir, para determinar hasta dónde pueden restringir o afectar, válidamente, la libertad y los derechos del individuo, en el ejercicio de sus poderes o atribuciones. Sobre su base se ha desarrollado el derecho a la razonabilidad de las decisiones que prohíbe la arbitrariedad y exige que la decisión se oriente a la solución justa de cada caso… ¿Cuándo se produce la arbitrariedad?
En primer lugar, la arbitrariedad se produce cuando la autoridad sustenta su decisión en su simple voluntad o subjetividad –es decir en lo que considera justo o injusto, válido o inválido–, y no en una derivación razonada del Derecho aplicable, en relación con las circunstancias comprobadas del caso. Esto significa que incluso la opción por un resultado que la autoridad considere justo no debe ser una simple consecuencia de su subjetividad o de su particular apreciación de la vida, sino que debe ser una derivación razonada de la realidad social donde se produce o se quiere evitar el conflicto, de los valores, principios, derechos y demás normas jurídicas que concurren a la solución del caso concreto, así como de las circunstancias comprobadas de la causa, pero, sobre todo, del ideal de justicia que la sociedad pretende realizar –y que se deriva o encuentra apoyo en su Constitución– para ser una sociedad mejor.
En segundo lugar, la arbitrariedad se produce cuando la decisión de la autoridad es producto de un razonamiento viciado, defectuoso, de tal suerte que lleva a conclusiones desacertadas, intolerables o contradictorias, al no encajar dentro del campo de lo opinable, sino dentro de lo ilógico, lo irreal o lo irracional, pues una decisión absurda no solo resulta descalificable como acto procesal, sino que además afecta la justicia del caso concreto (sea porque el resultado es injusto o porque el derecho a una resolución adecuadamente motivada y fundada de las partes resultó afectado).
En tercer lugar, la arbitrariedad se produce cuando las decisiones no son conformes con la justicia material recogida en las normas supremas del ordenamiento, en la modalidad de derechos humanos o fundamentales u otros bienes jurídicos constitucionalmente protegidos. Esto se debe a que la superior fuerza normativa de estos elementos esenciales del ordenamiento no solo debe importar que su eficacia alcance el trámite del proceso, sino también a las decisiones que en él se emitan. De lo contrario se llegaría al absurdo de aceptar que, a pesar de ser la base de todo el ordenamiento jurídico, la autoridad no se encuentra vinculada a esas normas supremas a la hora de tomar sus decisiones, contradiciendo así su naturaleza y superior fuerza normativa.
Esta apertura a la justicia material puede llevar a un discurso más exigente, que todavía está en construcción –o, si se prefiere, en discusión–: aquel que vincula el debido proceso con la justicia del caso concreto que manda realizar las exigencias del bien común en una circunstancia determinada, aún por encima de la norma positiva o del texto legal que establezca una solución distinta, pero injusta, para el caso concreto a decidir. Un discurso según el cual la justicia de la decisión no se define en función del texto legal, sino en función de la dignidad del ser humano, de la verdad y de la razón; que postula que no puede dejarse de lado las particulares cuestiones de la causa (tanto de los sujetos procesales como del conflicto de intereses o de la incertidumbre jurídica que sea su objeto), ni la realidad social a la que pertenece; y que defiende la búsqueda de la verdad, la flexibilización de las formalidades procesales y la eliminación del ritualismo sobre todo cuando es manifiesto.